sábado, 6 de julio de 2013

Equívoco.

La alarma sonó a las 06:10 de la mañana, como de costumbre. Se levantó con un gran esfuerzo del camarote de abajo, cada párpado pesaba cinco kilos y lo tiraba hacia la almohada. Cuando logró ponerse en pie, hurgó en la cama superior del camarote. Nadie dormía ahí, así que lo utilizaba como armario. Vistió su pantalón gris y su polera de piqué representativa del colegio donde estudiaba. No se duchó, lo había hecho en la noche antes de dormir. El frío no daba tregua en el invierno y un resfrío se conseguía con facilidad. Tomó su mochila y bajó al baño. Tiró la mochila en el sofá y entró a lavarse la cara. El espejo tenía las verdades de siempre y no mentía: Carlitos no era guapo y el gran furúnculo que estaba a punto de explotar ayudaba con el paisaje. El desayuno era el de siempre. El ritual de su madre era levantarse a penas crujían las escaleras y le preparaba un bol de avena con leche. El menudo muchacho debía comerlo por obligación. Las últimas visitas al nutricionista no eran muy alentadoras. El plato vacío quedó tirado en la mesa, junto a las migas de pan, mientras se cepillaba los dientes. No había nada más desagradable para él tener mal aliento, si no se ganaban las chicas por ser agraciado, al menos era por su aroma a menta barata.
                La ruta hasta la parada del bus duraba, a paso alentado, unos diez minutos. El vaho a las 06:40 de la mañana parecía el humo de un acto de magia escapista. Caminar por el barrio tenía sus riesgos. La fauna autóctona era variada, y a esa hora todavía merodeaban los cazadores nocturnos. Durante el camino, Carlitos pensaba en el cuento “ómnibus”  de Cortázar, que había leído el día anterior en el colegio. No entendía lo que quiso transmitir el autor, sin embargo, no lograba sacarse a Clara de su cabeza: -me encontraré alguna vez una Clara en el micro y ser capaz de hablarle-
                La caminata había terminado y no dio fruto. La parada del bus estaba llena. Pululaban unas treinta personas en la caseta, todas con el mismo objetivo, tomar la locomoción. La frecuencia de los microbuses era decente, pero había un problema, la gente que esperaba en cada parada, a lo largo de toda la avenida principal, era superior a la cantidad de máquinas que circulaban. Todos se miraban, inquietos. Unos fumaban, otros conversaban y otros simplemente esperaban por el milagro, que se detuviera un bus vacío. A lo lejos, una máquina blanca, algo descuidada por su dueño, hacía cambios de luces, en señal de arribo. El milagro ocurría, venía desocupada completamente. La gente se agolpó a la orilla de la calzada y a penas se estacionó el micro, se lanzaban en ambas puertas, intentando tomar un asiento.
                Todos lograron subir. Carlitos no pudo sentarse. De pie, al fondo, afirmado en el pilar derecho, el muchacho iba taciturno, pensando nuevamente en el cuento Ómnibus. Cortázar siempre le llamó la atención. Sentía que su literatura era cercana y amigable a él. Tenía fe en que algo extraño sucediera en ese viaje. –Quisiera que Clara se me apareciera en esta mañana que me mire con cara asustada y yo tenga que ir a socorrerla y apoyarla y consolarla y tomar su mano y tal vez besarla no no besarla sería muy arriesgado-  La micro comenzaba a atosigarse. Cuatro paradas bastaron para que se transformara en camión bovino.
                La ruta comenzó. Al lado de él iba un hombre de traje. Olía bien, buena corbata, rosada entera en una camisa blanca. Se notaba elegancia. Detrás, iba otro estudiante, no logró identificar de qué escuela. Movía la cabeza al son de la música. En las butacas del fondo iban trabajadores. Característica barba de días, manos grandes y agrietadas por el esfuerzo físico, ropa manchada y un olor a taberna en sus gorros de lana. En la esquina, hacia la ventana derecha, iba sentada una muchacha. No vestía uniforme y llevaba una carpeta en sus brazos. Era universitaria. Su cara era armoniosa, nada fuera de lo común, salvo por su mirada. Grandes ojos negros, delineados negros también, que realzaban su profundidad.        
                -Ella es clara ella es mi clara debo poner atención a todo movimiento que haga puede que me mire y yo no esté atento creo que yo debo mirarla fijamente dicen que las personas sienten cuando las miran no que estúpido que haría si se da cuenta que haría nada es obvio me cagaría no podría- El microbús seguía su curso y las personas ya comenzaban a inquietarse. Todos apretujados, codo con codo, algunos rozaban sus traseros en el pasillo y otros quedaban mirándose fijamente. Los que llevaban audífonos al menos eran afortunados, podían evitar la incómoda posición. El aire se hacía pesado y viscoso. El cristal de las ventanas se empañaba y la única manera de ventilar era a través de la escotilla superior que se encontraba al fondo, sobre Carlitos. El problema siempre era el mismo. Soportar la mescolanza de hedores, o abrir la escotilla para que entrara el viento helado de la madrugada.
                Ninguna mirada, ninguna sola mirada. Carlos tenía miedo. No ese miedo de vergüenza, si no, miedo. No podía mirarla y saber que lo podía descubrir. Ómnibus volvió a renacer en los pensamientos del imberbe. Clara iba incómoda y le desesperaba que le mirara la gente. La muchacha iba tranquila, seguramente pensando en el itinerario de su jornada. Resignado, el muchacho decidió mirarla. Hizo el esfuerzo. La primera mirada no funcionó, fue un segundo. La segunda mirada fue más intensa. Se concentró en sus hipnóticos ojos negros. La ventana parecía más interesante, ni ganas de girar la cabeza. En ese instante, un obrero se levantó y tocó el timbre. La oportunidad era clara y única. El obrero le rosó el brazo mientras bajaba, Carlos fue deferente con el hombre. Al darse vuelta, a tomar asiento junto a “Clara” vio una escena que no estaba dentro de sus planes. El hombre de corbata que iba a su lado se sentó junto a la estudiante y la besó.  Nunca lo pensó, nunca lo imaginó. Era imposible que un tipo así estuviera con una muchacha. Carlos se detuvo en las facciones del hombre de corbata y no era un adulto, era un joven igual que ella. Quizás iba preparado para alguna disertación o exposición en la universidad. La muchacha rió por primera vez junto a él. Era patética la imagen.
                -No como tan estúpido creer en un cuento en una ficción pensar que mi destino estaba marcado por una lectura vana en clases clara clara IMBÉCIL no creas nunca más en tus tontas lecturas jugaste con tus sentimientos y mírate ahora nadie lo nota pero tú sí y eso es suficiente para sentirte idiota que harás ahora menos mal estoy por llegar a mi esquina podré bajarme y olvidar lo que tú mismo causaste- Carlos hizo sonar el timbre. No miró hacia atrás, era suficiente tortura. Los tres míseros peldaños se hacían gigantes. Al bajar sintió náuseas. Caminó unos metros con el estómago afirmado en sus manos. Llegó a la otra esquina, y en un acto involuntario, vomitó.
                Cuando Carlos se percató de lo que había regurgitado maldijo con aversión a su maestra de Literatura. Antes que se escapara, tomó el conejito por las orejas, y cual mago, lo escondió en su mochila. La lectura y la circunstancia no era la indicada, infirió mal, pero siempre se cumple el relato en nuestras vidas. No era clara, sino a una muchacha en parís, a quien tendría que darle explicaciones. Carlos siguió caminando a clases, pensando en cómo mantener oculto su vástago.



                                                                                                         Calama, 07 de Julio del 2013.

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