La
alarma sonó a las 06:10 de la mañana, como de costumbre. Se levantó con un gran
esfuerzo del camarote de abajo, cada párpado pesaba cinco kilos y lo tiraba
hacia la almohada. Cuando logró ponerse en pie, hurgó en la cama superior del
camarote. Nadie dormía ahí, así que lo utilizaba como armario. Vistió su
pantalón gris y su polera de piqué representativa del colegio donde estudiaba.
No se duchó, lo había hecho en la noche antes de dormir. El frío no daba tregua
en el invierno y un resfrío se conseguía con facilidad. Tomó su mochila y bajó
al baño. Tiró la mochila en el sofá y entró a lavarse la cara. El espejo tenía
las verdades de siempre y no mentía: Carlitos no era guapo y el gran furúnculo
que estaba a punto de explotar ayudaba con el paisaje. El desayuno era el de
siempre. El ritual de su madre era levantarse a penas crujían las escaleras y
le preparaba un bol de avena con leche. El menudo muchacho debía comerlo por
obligación. Las últimas visitas al nutricionista no eran muy alentadoras. El
plato vacío quedó tirado en la mesa, junto a las migas de pan, mientras se
cepillaba los dientes. No había nada más desagradable para él tener mal
aliento, si no se ganaban las chicas por ser agraciado, al menos era por su
aroma a menta barata.
La ruta hasta la parada del bus
duraba, a paso alentado, unos diez minutos. El vaho a las 06:40 de la mañana
parecía el humo de un acto de magia escapista. Caminar por el barrio tenía sus
riesgos. La fauna autóctona era variada, y a esa hora todavía merodeaban los
cazadores nocturnos. Durante el camino, Carlitos pensaba en el cuento
“ómnibus” de Cortázar, que había leído
el día anterior en el colegio. No entendía lo que quiso transmitir el autor,
sin embargo, no lograba sacarse a Clara de su cabeza: -me encontraré alguna vez una Clara en el micro y ser capaz de hablarle-
La caminata había terminado y no
dio fruto. La parada del bus estaba llena. Pululaban unas treinta personas en
la caseta, todas con el mismo objetivo, tomar la locomoción. La frecuencia de
los microbuses era decente, pero había un problema, la gente que esperaba en
cada parada, a lo largo de toda la avenida principal, era superior a la
cantidad de máquinas que circulaban. Todos se miraban, inquietos. Unos fumaban,
otros conversaban y otros simplemente esperaban por el milagro, que se
detuviera un bus vacío. A lo lejos, una máquina blanca, algo descuidada por su
dueño, hacía cambios de luces, en señal de arribo. El milagro ocurría, venía
desocupada completamente. La gente se agolpó a la orilla de la calzada y a
penas se estacionó el micro, se lanzaban en ambas puertas, intentando tomar un
asiento.
Todos lograron subir. Carlitos
no pudo sentarse. De pie, al fondo, afirmado en el pilar derecho, el muchacho
iba taciturno, pensando nuevamente en el cuento Ómnibus. Cortázar siempre le
llamó la atención. Sentía que su literatura era cercana y amigable a él. Tenía
fe en que algo extraño sucediera en ese viaje. –Quisiera que Clara se me apareciera en esta mañana que me mire con cara
asustada y yo tenga que ir a socorrerla y apoyarla y consolarla y tomar su mano
y tal vez besarla no no besarla sería muy arriesgado- La micro comenzaba a atosigarse. Cuatro
paradas bastaron para que se transformara en camión bovino.
La ruta comenzó. Al lado de él
iba un hombre de traje. Olía bien, buena corbata, rosada entera en una camisa
blanca. Se notaba elegancia. Detrás, iba otro estudiante, no logró identificar
de qué escuela. Movía la cabeza al son de la música. En las butacas del fondo
iban trabajadores. Característica barba de días, manos grandes y agrietadas por
el esfuerzo físico, ropa manchada y un olor a taberna en sus gorros de lana. En
la esquina, hacia la ventana derecha, iba sentada una muchacha. No vestía
uniforme y llevaba una carpeta en sus brazos. Era universitaria. Su cara era
armoniosa, nada fuera de lo común, salvo por su mirada. Grandes ojos negros,
delineados negros también, que realzaban su profundidad.
-Ella es clara ella es mi clara debo poner atención a todo movimiento
que haga puede que me mire y yo no esté atento creo que yo debo mirarla
fijamente dicen que las personas sienten cuando las miran no que estúpido que
haría si se da cuenta que haría nada es obvio me cagaría no podría- El
microbús seguía su curso y las personas ya comenzaban a inquietarse. Todos apretujados,
codo con codo, algunos rozaban sus traseros en el pasillo y otros quedaban
mirándose fijamente. Los que llevaban audífonos al menos eran afortunados,
podían evitar la incómoda posición. El aire se hacía pesado y viscoso. El
cristal de las ventanas se empañaba y la única manera de ventilar era a través
de la escotilla superior que se encontraba al fondo, sobre Carlitos. El
problema siempre era el mismo. Soportar la mescolanza de hedores, o abrir la
escotilla para que entrara el viento helado de la madrugada.
Ninguna mirada, ninguna sola
mirada. Carlos tenía miedo. No ese miedo de vergüenza, si no, miedo. No podía
mirarla y saber que lo podía descubrir. Ómnibus volvió a renacer en los
pensamientos del imberbe. Clara iba incómoda y le desesperaba que le mirara la
gente. La muchacha iba tranquila, seguramente pensando en el itinerario de su
jornada. Resignado, el muchacho decidió mirarla. Hizo el esfuerzo. La primera
mirada no funcionó, fue un segundo. La segunda mirada fue más intensa. Se
concentró en sus hipnóticos ojos negros. La ventana parecía más interesante, ni
ganas de girar la cabeza. En ese instante, un obrero se levantó y tocó el
timbre. La oportunidad era clara y única. El obrero le rosó el brazo mientras
bajaba, Carlos fue deferente con el hombre. Al darse vuelta, a tomar asiento
junto a “Clara” vio una escena que no estaba dentro de sus planes. El hombre de
corbata que iba a su lado se sentó junto a la estudiante y la besó. Nunca lo pensó, nunca lo imaginó. Era
imposible que un tipo así estuviera con una muchacha. Carlos se detuvo en las
facciones del hombre de corbata y no era un adulto, era un joven igual que
ella. Quizás iba preparado para alguna disertación o exposición en la
universidad. La muchacha rió por primera vez junto a él. Era patética la
imagen.
-No como tan estúpido creer en un cuento en una ficción pensar que mi
destino estaba marcado por una lectura vana en clases clara clara IMBÉCIL no
creas nunca más en tus tontas lecturas jugaste con tus sentimientos y mírate
ahora nadie lo nota pero tú sí y eso es suficiente para sentirte idiota que
harás ahora menos mal estoy por llegar a mi esquina podré bajarme y olvidar lo
que tú mismo causaste- Carlos hizo sonar el timbre. No miró hacia atrás,
era suficiente tortura. Los tres míseros peldaños se hacían gigantes. Al bajar
sintió náuseas. Caminó unos metros con el estómago afirmado en sus manos. Llegó
a la otra esquina, y en un acto involuntario, vomitó.
Cuando Carlos se percató de lo
que había regurgitado maldijo con aversión a su maestra de Literatura. Antes
que se escapara, tomó el conejito por las orejas, y cual mago, lo escondió en
su mochila. La lectura y la circunstancia no era la indicada, infirió mal, pero
siempre se cumple el relato en nuestras vidas. No era clara, sino a una
muchacha en parís, a quien tendría que darle explicaciones. Carlos siguió
caminando a clases, pensando en cómo mantener oculto su vástago.
Calama, 07 de Julio del 2013.
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